Extraigo de un artículo periodístico este comentario:
“Hillary Clinton tiene 64 años, una ética del trabajo calvinista, la resistencia de una atleta olímpica, una inteligencia emocional que se corresponde con su coeficiente intelectual, y los instintos políticos de un Clinton. Tiene una capacidad de empatía impresionante -inestimable en la política o el arte de gobernar- para imaginar cómo ve el mundo un aliado o adversario. Escucha y aprende de sus errores. Era una presidenta perfectamente plausible hace cuatro años, y eso era antes de que mostrase sus dotes como encantadora de serpientes diplomática”.
Parece, pues, según el periodista, que la Clinton se adapta mucho mejor que la mayoría a
las contingencias de la política. El mero cociente intelectual no es signo
definitivo para calibrar la valía de una persona, hay que añadir la llamada
inteligencia emocional. ¿Qué es eso?
El primero en hablar de inteligencia emocional fue el psicólogo
Edward en 1920 que describió la inteligencia social como la habilidad de
comprender y motivar a los demás, aunque quien popularizó la expresión fue Daniel
Goleman. Según Goleman,
“El cociente intelectual sólo predice entre el 4% y el 10% del éxito profesional; el resto depende de variables como la familia, el azar y la inteligencia emocional”.
Algunos colegios e institutos en España han comenzado a enseñar
a los niños y a los adolescentes a controlar sus emociones, a regular sus
miedos, a expresarse mediante todas las facetas de su personalidad.
José Antonio Marina habla de educar el carácter como
objetivo prioritario de la educación, por ejemplo reforzando actividad frente a
pasividad, seguridad frente a inseguridad, autonomía frente a dependencia,
optimismo frente a pesimismo, sociabilidad frente a insociabilidad, valentía
frente a cobardía, creatividad frente a rutina, responsabilidad frente a
irresponsabilidad, ánimo frente a depresión.
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