Hasta hace un tiempo, la gran baza de los profesores en los casos problemáticos sucedidos en el aula era la autoridad que les daba su cargo, la cual comenzó a desaparecer a partir del momento en que se aceptó que los alumnos se burlen de ellos, los desprecien o los insulten con toda impunidad. ¿Qué autoridad les queda hoy? Escasa o nula, pues el sistema educativo no proporciona instrumentos adecuados para resolver estos conflictos de forma eficaz y a su debido tiempo.De antiguo, maestro era el que enseñaba a aprender al joven, el que lo guiaba hacia la edad adulta -así Mentor para Telémeco-, gracias al carisma que emanaba de su persona, a la confianza que se le daba para estar con los jóvenes. Distingamos entre la autoritas y la potestas romanas para comprender mejor el asunto. No se trata de la autoridad como jerarquía, del puesto en el escalafón, sino de la autoridad moral que emana de aquel a quien se respeta. La autoridad del profesor no debiera proceder de su posición en el aula, ni de los instrumentos que la ley le otorgue, sino de la función que la sociedad le ofrece para educar a los jóvenes y que viene no sólo de sus capacidades mostradas en la plaza ganada por oposición o de su experiencia docente, sino muy especialmente de la dignidad y reconocimiento con que le recompensa la sociedad.
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Otra opinión, bien argumentada:
Los acontecimientos de la historia y las deducciones de la lógica obligan a creer en la eficacia del castigo. La evolución humana es también la evolución de la autoridad. Hace años que de la relación entre alumno y maestro ha desaparecido el temor de Dios, es decir, esa suerte de autoridad legislada por la costumbre. El paso del tiempo y las nuevas circunstancias la han corroído, como a toda costumbre. Es el tiempo de establecer el temor humano, cuya infalibilidad sólo puede calificarse de divina.
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