Ahora la gran cuestión es por qué y qué se ha de hacer. Todo el mundo quiere decir algo al respecto. La soledad del profesor está en la discusión del día.
Una de las consecuencias más penosas de todo este proceso, y lo que a mi modo de ver impide, a estas alturas, que cualquier forma de pacto pueda llegar a fructificar, es la devaluación imparable de la figura del docente. Lo mismo el maestro que el profesor -aunque este último en mayor medida- han ido perdiendo poco a poco su autoridad, o lo que quedara de ella. Y la han perdido, como quien dice, por los cuatro costados. Se la ha hurtado, en primer lugar, la Administración con sus políticas educativas. Pero también la han laminado los sindicatos de enseñanza, mucho más interesados en defender privilegios de casta que en asegurar el óptimo ejercicio del oficio -de su oficio- y, en consecuencia, de la educación. Y las asociaciones de padres, a las que se ha adjudicado a menudo un papel fiscalizador de la labor docente. Y, en fin, los propios alumnos, que sin comerlo ni beberlo se han encontrado investidos de una autoridad ajena a su condición que les ha llevado a tratar a sus maestros y profesores, las más de las veces, de igual a igual.
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