Al comenzar el curso pesa más la propia preocupación, el horario, los grupos asignados, los alumnos conflictivos, la tutoría, los agravios comparados, que las necesidades de los alumnos a los que se ha de atender. Hay ahí responsabilidad y culpa: ¿me entrego lo suficiente; respondo a lo que la sociedad espera de mi?; mis lamentables quejas frente a tanta gente sin trabajo; mi paga asegurada, aunque con recortes, frente a tantos sin esperanza por volver a la situación previa a la crisis.
Luego sigue la natural homeostasis, el equilibrio entre las necesidades propias y el deber, la necesidad de conservar la salud física y mental y las obligaciones. No existe el ideal de profe, ni el ideal de alumno, ni el ideal de autoridad escolar, ni el sistema educativo perfecto. Tras la noche del romanticismo, el realismo vuelve por sus fueros. Durante un tiempo la enfermedad de la enseñanza era la pelea política, aquellos vanos intentos por realizar en la escuela la revolución que no se podía hacer en la sociedad; después, durante los años pasados, fue el conformismo, la decepción, la desesperanza. Ahora corre un tiempo nuevo, lleno de posibilidades.
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