miércoles, 10 de noviembre de 2010

Frankenstein revisitado: educar el talento

Atentos, José Antonio Marina publica un libro y lo explica en un artículo de forma muy sugerente.
La industria de la inteligencia tiene dos zonas de desarrollo próximo: los fármacos potenciadores de la cognición y la tecnologías de la información. Hay una tercera posibilidad -la utilización de la ingeniería genética- de la que no voy a ocuparme por su extraordinaria complejidad. La inteligencia es un rasgo poligenético, que resulta de la combinación de centenares de genes. Todas forman parte de un colosal movimiento para mejorar la evolución. Este proyecto puede parecernos monstruosamente soberbio, un demoníaco afán de convertirnos en dioses, pero no es más que el último avatar del destino humano: prolongar la evolución biológica con la evolución cultural.
Los potenciadores del cerebro son sustancias estimulantes que aumentan la capacidad de atención y disminuyen la sensación de cansancio. En algunas universidades americanas, hasta una cuarta parte de los alumnos reconoce que utiliza ese tipo de fármacos, lo que ha planteado un problema parecido al del dopaje en el deporte. ¿No estarán en condiciones de superioridad los estudiantes que usen esas sustancias? El Ritalín, un fármaco usado en EEUU para tratar la hiperactividad, produce en los niños normales un aumento de 100 puntos en los test de evaluación académica (SAT). ¿No deberían, entonces, tomarlo todos nuestros alumnos? Por otra parte, se busca con ansiedad productos que sirvan para evitar los trastornos de la memoria. Las pruebas hechas con donepezil ofrecen resultados prometedores. Sin embargo, no aumentan el conocimiento, sino, en todo caso, la capacidad de utilizar mejor los que ya se tienen, o de aprender más.
Otra posibilidad es la realidad aumentada, que consiste en enriquecer nuestra entrada de datos. Imagínense que según pasean por una calle están recibiendo no sólo los datos que reciben sus sentidos, sino los proporcionados por otros sensores o bancos conectados. Podrían tener información de las personas con que se cruzan, conocer la historia de los monumentos por donde pasan, estar continuamente en contacto con su red social…
Estas dos ampliaciones de la inteligencia plantean un problema a los educadores. La educación no es ya sacar las mejores posibilidades de cada persona, sino integrarla debidamente en un mundo donde parte de su inteligencia va a estar fuera de él. Cada vez es más evidente que al hablar de educación estamos tratando de la estructura básica del ser humano. La última gran mutación del cerebro sucedió posiblemente hace 200.000 años. Nuestros bebés nacen con un cerebro del pleistoceno, que al cabo de 10 o 12 años se ha transformado completamente. Han asimilado en ese breve lapso lo que la humanidad tardó en elaborar decenas de miles de años: lenguaje, capacidad de modular las emociones y controlar la conducta, normas de convivencia. El problema principal es: ¿qué tipo de cerebro vamos a configurar en el niño mediante la educación? No debemos olvidar que la educación es la actividad fundadora de la humanidad, que la más verdadera definición de nuestra especie es la que educa a sus crías, y que, por lo tanto, la evolución está pendiente de estas decisiones.

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