La avidez por recibir la hoja de examen, la prisa por conocer las preguntas y ponerse a responderlas, los ojos buscando un punto donde concentrarse para recuperar la memoria, el silencio y la agitación, el mandar callar a los compañeros más inquietos. Y luego la presteza, terminado el examen, por verificar los aciertos y los fallos. La competición por ver quién ha respondido más y mejor. La presión al profesor para que corrija ya, para que de las notas y entregue los exámenes, por saber qué ha sacado el compañero. Y eso en toda la clase, en una clase de primero de la ESO, incluso de aquellos alumnos con muchas dificultades, contagiados por el espíritu de la clase, aunque sepan que no van a llegar, que no han estudiado, que no han recibido el apoyo familiar necesario. No hay mayor recompensa para el profesor que el ansia del alumno.
Durante algún tiempo se pensó, aún algunos lo siguen pensando, que la competición, que la pelea intelectual entre alumnos era nociva porque acentuaba la desigualdad y descolgaba a los torpes o a los alumnos con problemas. Quizá esa presunción nació de gente despegada del aula, de gente que no ha visto el goce del conocimiento, el afán por saber y medrar, que no sabe del estímulo y la emulación. Los jóvenes en edad de aprender tienen la mente agitada, en continua ebullición, es un error frenarlos para establecer el promedio, al contrario hay que lanzarlos hacia el conocimiento, haciendo que compitan porque de ese modo aprenden, se forman, disfrutan.
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